lunes, mayo 14, 2012

CARMEN DEL RÍO



Hoy fui al circo.

Fue una de esas cosas improvisadas que uno hace cuando no tiene ganas, y que cuando se hacen le vienen las ganas a uno de no sé dónde. Entre los cojines hediondos y la inimaginable compañía que tenía, rugían de melancolía el elefante, viejo y reumático, y el tigre: un cobarde con dignidad.

Que no se diga nunca que ese circo no tenía espíritu, que los payasos actuaron como siempre, cual lleno total. Allí estaba Melody, de edad madura, en su punto, fuerte y sutil; la chica de los aros, a quien todos perdonamos cuando se le cayó todo, sólo por sus nalgas. Nadie diga que el hombre bala era en realidad un niño; que el trapecista tenía un calcetín (a juicio de una delicada y objetiva observadora); que el equilibrista parecía tan delgado que la cuerda pesaba más que él, y sin embargo se llevó el acto con sus pies de hule; que fue más impactante el Volkswagen del payaso insolente que el inmenso monstruo-camión que paseaba a los pequeños (y a los adultos desubicados) por la pista, para desaparecer tras el telón con los niños por razones inexplicables, alarmando a todo padre que tuviera buen juicio. Cómo olvidar al enano, que de tan viejo que estaba no podía ya correr; al hombre fuerte que ese día no fue a trabajar; al invisible presentador con su espectacular y exagerada cantaleta, cuya voz no puedo aún sacar de mi cabeza.

Carmen. Carmen. Carmen. Las palabras retumban en mi oído. La chica de plástico, decía. Y de plástico era el carrete que equilibraba con los pies, y caminaba como araña. Cinco pesos el cojín, con o sin chicle, cuarenta la foto adentro, y quince la misma afuera, para no tirarla, o qué desperdicio.

Tristeza.

Sin embargo, también fui feliz. Era gente real, era elefante real, amiga real, cebra real, llama real, tigre real, payasa irreal. Era mi niñez, era mi México, era mi elefante, eran mis aplausos.

Era mi circo.

Era Carmen del Río.

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